sábado, 12 de julio de 2008

Los patitos feos



“… Desde los bombardeos de Londres en 1942, sabemos que las reacciones psicológicas de los niños dependen del estado de los adultos que los rodean…”

“…Lo que calma o perturba al niño es la forma en que las figuras de su vínculo afectivo traducen la catástrofe al expresar sus emociones. Un acontecimiento intenso que no altere a los allegados del agredido provoca finalmente muy pocos daños psíquicos. Y por el contrario, un acontecimiento menos violento puede acarrear graves alteraciones cuando destruyen el entorno del niño…”

“… Esto explica que los guerrilleros libaneses que presentaron menos síndromes postraumáticos, pese a haber padecido en ocasiones pruebas terribles, fueran aquellos a los que se vitoreaba, cuidaba y adulaba cuando regresaban a casa. Y también explica, por el contrario, que los estadounidenses de Vietnam se alteraran profundamente, ya que, nada más regresar a su propio país fueron blanco de las críticas. Y del mismo modo, explica que algunos soldados franceses, que se preguntaban qué estaban haciendo en Argelia y que quedaron cubiertos de insultos y de humillaciones al regresar a Marsella, experimentaran verdaderas confusiones mentales. Durante mucho tiempo, revivieron cada día los dramas en los que habían participado sin comprenderlos, sin dominar la acción ni su representación. Cuando una prueba carece de sentido nos volvemos incoherentes, puesto que, al no ver con claridad el mundo en el que vivimos, no podemos adaptar a él nuestras conductas. Es necesario pensar un desastre para conseguir darle algún sentido, y es igualmente necesario pasar a la acción afrontándolo, huyendo de él o metamorfoseándolo. Hay que comprender y actuar para desencadenar un proceso de resiliencia. Cuando falta alguno de estos dos factores, la resiliencia no se teje y el trastorno se instala. Comprender sin actuar da pie a la angustia. Y actuar sin comprender produce delincuentes…”

“… En un medio sin leyes ni rituales, un niño que no fuera delincuente tendría una esperanza de vida muy breve. El hecho de poner su talento, su vitalidad y su desenvoltura al servicio de la delincuencia, prueba que está sano en un medio enfermo. Cuando la sociedad está loca, el niño sólo desarrolla una estima de sí mismo teniendo éxito en sus correrías y riéndose de las agresiones que inflige a los torpes adultos. Cuando el mundo se cae en pedazos y desaparece la familia, la aprobación paterna ya no sirve al niño como modelo de desarrollo y cede el sitio "a la aprobación de los iguales como elemento apto para la predicción de su propia estima". Ahora bien, los "primeros pasos de la estima de uno mismo se dan siempre bajo la mirada del otro". Cuando, por causa de un hundimiento social, las relaciones se reducen a la fuerza, el niño se siente seguro desde el momento en que ha conseguido robar o ridiculizar a un adulto. Ésta es su manera de adaptarse a una sociedad enloquecida, pero esto no es un factor de resiliencia, ya que no le permite ni comprender ni actuar: no tiene sentido, es sólo una victoria miserable en lo inmediato…”

Fuente / Luis Pescetti

El soldado desertor


En todas las instituciones se produce un curioso fenómeno que consiste en la fagocitosis de aquellas personas que desean esforzarse (las llamaremos personas A) por parte de quienes no quieren hacer nada para innovar y mejorar lo que se hace (las calificaremos de personas B). Los innovadores ponen en entredicho a los comodones porque, con su conducta y actitud rompen su apacible tranquilidad.

A los B no les resulta fácil destruir el signo “mejor que”, manifiestamente interpuesto entre las propuestas comprometidas de los A y su palmaria pasividad. Pero a quien sí pueden destruir es a los A. Existe una colección de afilados cuchillos para matar a estas personas entusiastas y trabajadoras. Eliminándolas, se destruye a la vez su causa. Mencionaré solamente algunos cuchillos.

- El A tienen problemas afectivos. No es que desee mejorar la institución sino que no quiere llegar a su casa porque se está separando, o no tiene hijos, o es muy raro. Esta es la reflexión última de un B: “Todos somos raros, menos tú y yo. Incluso tú eres un poco raro”. Si el A está tarado (o tarada, que el género como en todas las dimensiones de la vida, también está aquí presente), ¿por qué le vamos a hacer caso?

- El A persigue fines ocultos y perversos. Quiere sobresalir, adular a sus jefes o, lo que es peor, hacer méritos para escapar de la institución. Le pasa al A lo que le sucedió a aquel soldado que cavó una trinchera tan profunda, tan profunda, que le declararon desertor.

- El A es muy jovencito. Tiene una ingenuidad asombrosa, casi ridícula. Todavía no ha madurado. No sabe de lo que va esto. (El cuchillo puede funcionar de forma inversa cuando el A es un veterano y el B es un joven que achaca al primero el ser tan tonto como cuando era joven).

- El A es de Izquierda Unida. Es un visionario que no sabe por dónde van los tiros. No ha entendido cuáles son las reglas de juego de esta sociedad meritocrática, competitiva y eficientista. Es un “progre” desinformado e iluso.

- El A no sabe que esto que propone ya se intentó hace tiempo sin éxito alguno. No sólo sin éxito sino con repercusiones nefastas para la comunidad, porque la dividió de manera innecesaria entre defensores y detractores de la innovación.
- El A desea que le hagan un monumento, que le dediquen una calle o que le regalen “la tiza de oro”. Piensa que va a heredar la institución, que le agradecerán eternamente todo lo que pretende hacer, lo que ya hizo y lo que ahora mismo está haciendo
Hay muchos más cuchillos. Los B suelen saber manejarlos con maestría. En unos minutos pueden organizar una tremenda escabechina. El problema se agrava cuando el Director/a de la Institución (o incluso el Inspector/a) son también personajes tipo B, puestos ahí para defender la tranquilidad de sus semejantes. “Que no haya problemas”, es su gran lema.
En la micropolítica de las instituciones este mecanismo es perverso porque la cultura crea modelos. En toda institución, además de los A y de los B, están los C, los D., los E., los F, etc. Y, en este caso, está muy claro que el modelo, el personaje de referencia es aquel que no tiene problemas afectivos, que no es un prófugo, que no es un jovencito iluso (o un veterano inmaduro), que no es de Izquierda Unida, que aprendió de las experiencias y que no busca una gloria vana…. Es decir, un B.
Existen pantalones y chalecos para protegerse de los los cuchillos. La marca más eficaz es la pertenencia a un grupo de trabajo cohesionado y comprometido. Aún así, habrá puñaladas, pero también existen pócimas que suelen poseer los amigos y familiares, las personas que de verdad nos quieren. Esta sana reacción desconcierta a quienes pensaban que habían acabado defnitivamenrte con un A:

- ¿No te habían dado a ti una puñalada?
- Sí, era yo. Pero ya estoy recuperado. No voy a estar sangrando toda la vida.

El peligro de los A es hartarse. Pensar que es inadmisible no sólo no recibir compensaciones por un trabajo bien hecho sino ser el destinatario de cuchilladas múltiples,. muchas de ellas traperas. Es duro cavar una profunda trinchera para defender una causa. Pero es muy cruel ser detenido y castigado por hacerlo y, además, ser tachado de desertor.

Dejar de ser A no es sólo una desgracia para la institución. Es, sobre todo, una desgracia para el A. Porque va a dejar de ser feliz, va a dejar de ser generoso y entusiasta. Hay que ser A y jubilarse de A. Siempre me han producido admiración aquellas personas que, a medida que han avanzado en experiencia han ido haciéndose más entusiastas, más sensibles, más generosos, más sabios y más optimistas.

¿Qué hacer con lo B?, me preguntan algunos. ¿Los matamos?, añaden. No. No se puede (suelen ser muchos), no se debe. Hay que invitarlos a incorporarse a la buena causa. Algunos son B porque nadie ha contado con ellos para incorporarse la causa de los A. Lo que siempre pueden hacer los A respecto a los B es lo que decía Voltaire: “No hay mayor venganza sobre nuestros enemigos, que la de que nos vean felices”. Lo he comprobado muchas veces: aquellos que más trabajan, que más compromiso tienen con su institución, que son más generosos y sacrificados, suelen estar más felices. Curiosa paradoja. Me lo decía un profesor tipo A: “Yo no tengo la escuela que quiero (me gustaría una escuela más comprometida, más generosa, más entusiasta) y sin embargo me siento más feliz que aquellos que tienen la escuela que quieren (una escuela rutinaria, adocenada y acrítica)”.
Ya sé que he dibujado un panorama dicotómico que dista mucho de la realidad. Puede alguien pasar por la postura de A, B, C y D en una misma mañana. No es tan fácil levantar una invisible barrera que separa a buenos y a los malos. Pero creo que el esquema básico de este mecanismo fagocitador existe en todas las instituciones. Es importante conocerlo para no caer en las redes que constituye su trama.

Fuente / Claudia Rutar - Miguel Ángel Santos Guerra